Muchas veces se dice que la creencia en una realidad trascendente a la propia existencia es un alivio. ¿Qué mejor manera de vivir sabiendo que lo que hacemos en esta vida será recompensado en la próxima? Resulta una gran satisfacción.
Pero ¿es lo mismo para todos?
La idea de una vida después de la muerte conlleva también angustia y desconcierto. La muerte de un ser querido la provoca.
¿De qué manera uno podrá vivir en paz sabiendo que su madre, padre, hijo, hija, cónyuge, etc. podría estar en el infierno siendo torturado por toda la eternidad? ¿Es justo tener que padecer el doble, primero por la pérdida y después por la incertidumbre?
Supongamos que una persona tiene un familiar que se suicida. Se sabe que para los dogmas cristianos el suicidio es un pecado mortal que lleva a la condenación eterna. Ergo, toda persona medianamente creyente sabe que un familiar suyo va a estar siendo condenado por los siglos de los siglos.
Y por otro lado ¿cómo podría uno vivir feliz en el Paraíso sabiendo que un ser querido suyo está siendo torturado en un lago de fuego?
A eso conducen las nocivas creencias en la vida después de la muerte. Pueden ser un alivio, pero también un castigo.
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